Pienso pero no existo

Que Manila es una ciudad de contrastes es bien sabido y no es necesario profundizar en ello. Cualquier buen reportaje sobre Tondo lo encontrarán en los mejores periódicos.

Pero la pobreza de Filipinas es algo más profundo que un contraste. Es un cáncer de una sociedad medieval y anestesiada con aires de siglo XXI singapureano y alma agotada del tiempo de la Revolución industrial.

No se engañen. Filipinas, 49 en el ranking de democracias de El Economista, es considerada una pseudo democracia o democracia de carnaval. No es este un artículo para criticar la guerra contra las drogas del Presidente Duterte, que bien se podría, pero se me acabaría el papel.

Este es un artículo para todos aquellos que Filipinos o extranjeros, tienen el poder de viajar en coche propio o taxi y visitan los malls de Bonifacio los fines de semana. O viven en uno de sus flamantes edificios. Considérese parte del grupo si vive en otro vecindario bien de Manila. Que los malles están abiertos a todos.

Yo que siempre he pecado de imprudente, me meto en los barrios de chabolas sin avisar. En ciertos países hay que avisar porque la gente está organizada y no dispuesta a que les enmienden la plana. Bueno está. No es el caso de Manila. Ni mi caso enmendarle la plana a nadie en todo caso.

Los extranjeros me dicen que no puedo entrar sin un guía. Los locales ricos me dicen que vaya con cuidado no me vayan a robar.

No se si es que me molesta que la gente hable sin saber o si tengo una aversión especial a los que relacionan pobreza con crimen. En un país en el que se han muerto veinte mil a manos de los poderosos y en los que se ha desvalijado el metro, tren, carreteras y cualquier institución que mencione, decir que los pobres me van a robar es un cliché que me incomoda especialmente.

No robas porque eres pobre. Robas porque eres ladrón. Pongamos primero eso en orden. Y seguramente en las chabolas también hay ladrones. Porque en todos lados cuecen habas, menos donde no hay ni habas para cocer. Con esto en mente me meto al barrio. Aunque primero me asomo desde arriba. Desde arriba quiero decir desde las carreteras flamantes y asfaltadas de Bonifacio, porque ese barrio en concreto está en un hueco profundo de la cañada que separaba el cementerio americano de lo que eran antes los cuarteles. Lo que pasa es que a fuerza de crecer el número de gente que se apiña allí rebosan las chabolas por encima de los muros que la alcaldía de Taguig ha puesto para que esa lacra, esa vergüenza, ese lunar inmundo que le sale a la flor y la nata de Filipinas no se vea. Háganse a la idea maquillaje en los granos. Cuando comer menos comida basura daría mucho mejor resultado. La inmundicia sale porque ya no cabe dentro. La puedes tapar pero la verdad, queda poco elegante. Y cuanto más la tapas, más se ve.

Desde arriba reina el centro comercial de SM Aura. Pero esto no es una denuncia específica contra esa cadena en particular. Podría haber sido Mercury drugs o Ayala malls o el edificio de Novartis, de Nestlé o la embajada de Francia.

Desde arriba veo a los niños que juegan al baloncesto en la plaza central del barrio, entre ropa tendida y alcantarillas abiertas. Más arriba aun veo el siguiente nivel de casitas de tabla, y el siguiente, y el siguiente. La gente salta por los balcones improvisados al tejado para moverse. Cada tejado cuenta. Cada centímetro de uralita, cada tabla. Es un inmenso pastel de palillos que sube hacia el cielo.

Al mirar justo debajo del muro de la ciudad, como se miraba en la edad media al gueto de los judíos desde las murallas de la ciudad respetable, (no paso por los siglos que vinieron después), veo que hay muchas horas de trabajo y muchos miles de dólares en cemento para que el muro sea bueno e inquebrantable. He visto los mismos muros en Palestina, separando Betlehem de los territorios ocupados. Son los mismos muros que se está experimentando en la frontera de Estados Unidos con Mexico, los mismos muros que hicieron los húngaros para que no entraran los sirios. Hechos con poder de ricos y poderosos y con mano de obra de pobres.

Detrás SM ha organizado un parque para uso y placer de los vecinos del vecindario. A mi me parece más un pasillo aunque me podrán rebatir, diciendo que es más ancho que las calles del barrio. Tendrán razón. En ese espacio caben muchas hileras de casas a 15 metros cuadrados por chabola. Pero ese parque con guarda armado y valla de alambre es la tierra de nadie que separa a los pordioseros de la gente respetable. Para colmo de recochineo hay un cartel que anuncia las normas del parque y hay un tobogán que suena a deshecho de casa en la que llegó uno de mejor calidad para el niño de papá y mamá.

Con los millones puestos en aislar la inmundicia podrían haber construido casas sociales para todos los presentes con alcantarillado y electricidad. Pero eso, no es la prioridad. Y sobre todo, nadie quiere como vecinos a gente que no tiene con qué comprarse una blusita en Prada o tan siquiera en Zara.

Aun no he bajado al barrio, pero hay mucho que ver. Los muros grises y flamantes del SM Aura, que con sus ventanas en la parte trasera despejan los humos y ruido de sus generadores sobre el barrio. Recuerden que en Manila hace calor tropical y que el centro comercial se mantiene a veinte grados. Recuerden que está iluminado como un teatro. Recuerden que los ascensores y escaleras eléctricas funcionan a la perfección. Hacen falta muchos kilovatios de electricidad para mantener semejante montaña de glamour. Y cuando eso se mantiene a fuerza de generador de petróleo, el carbono no se va por las nubes. Se va al barrio que hay en frente. Respiren, y sabrán de lo que les hablo. Desgraciadamente, no les puedo reproducir el ruido con palabras. Pero vibra el muro flamante y vibra el suelo.

Ya el barrio parece como que me llama y me entran ganas de bajar. Tengo en mente todos los avisos que me han hecho unos y otros. Necesito prudencia. Al parecer.

Acabo de pasar del otro lado del muro y el suelo ya no es tan estable. No solo está en cuesta, está roto, lleno de cascotes y agujeros con charcos de agua. Ha llovido estos días en Manila. El agua allí no tiene donde ir sino es hacia abajo. Los primeros vecinos del barrio me miran con curiosidad. Ya he saludado. Ya he encontrado quien hable inglés. Hay muchos.

La gente tiene curiosidad. Me preguntan. Contesto. Ya tengo quien me acompañe. La gente está contenta. No sabían que a alguien les importaba su situación.

Cada centímetro cuenta en ese barrio. Paso por calles cubiertas con infinitas escalerillas a los lados para subir a los pisos superiores, de miles de huequitos habitados. A un lado veo algo parecido a un ataúd sobre unas escaleras. La dueña de un local de comidas me dice que viven ahí dos. Pagan dos pesos por día y acaban de llegar huyendo de Mindanao. Limpian en SM aura. Así que si van al baño y se lo encuentran limpio, ya saben quien ha sido. Por lo que les paguen mantienen su ataúd doble y posiblemente un montón de bocas en Mindanao, porque los filipinos suelen tener familia, a no ser que se la hayan matado o se haya muerto de alguna enfermedad prevenible y tratable.

A esta hora del día duermen. Porque los trabajadores de noche molestan menos a los clientes en un centro comercial. No los interrumpo. Se que cada hora de sueño les es imprescindible, aunque supongo que me oyen detrás de la manta de trapo que los separa de la calle.

Mis guías son varios. Al final de la jornada somos amigos e intercambiamos direcciones de Facebook.

Me enseñan el parque de SM entre risas. «No photo» me dice el guarda armado. Así que saco las fotos desde la cancha del vecindario. Un hombre me cuenta que estuvo en Libia trabajando para los italianos. Buenos años, buena paga… pero vive de prestado en una de las chabolas. Aquello no prosperó. Volvió con algo pero tan sin cualificar como cuando se fue.

Lo que ganara allí por lo visto no le dio para progresar.

El fondo del barrio está lleno de sacos de tierra atrincherados. Las escaleras son precarias e improvisadas. Con las pequeñas lluvias de los últimos días ese nivel se inunda. En época de lluvias el agua sube mucho y hay que proteger las pertenencias. Pero eso sí, no sube mucho, no más allá de las rodillas, según me hace entender un vecino.

Es la hora de la vuelta al trabajo. Los obreros salen con su casco y su peto fluorescente. Las caras son de curiosidad pero no alegres. Veo cansancio, veo amarillo, veo pocos kilos y mucha responsabilidad. Veo hombres y mujeres. Un obrero cobra 450 pesos al día (cinco dólares). De ahí tiene que pagar alojamiento, agua, electricidad (son caras en Filipinas, más si son informales porque hay alguien detrás que se aprovecha), comida, transporte para los niños que van a la escuela (que es gratis pero está a tres kilómetros), y seguridad social. No queda mucho después de eso. Es más, posiblemente no llegue. Los obreros hacen muchos trabajos paralelos para poder alimentar a las familias. Reciclaje, mecánica, tienditas y cualquier cosa que salga. Las horas de sueño son escasas porque sin trabajar turnos dobles no conseguirás llegar a fin de mes.

Veo muchos niños en la calle auto cuidándose. Cuando los niños de los ricos necesitan niñeras, las madres pueden dejar a los suyos solos. Y los padres están igualmente ausentes, trabajando en el andamio del edificio de en frente.

Al final del barrio está la alambrada del cementerio americano. Las vistas son hermosas, con árboles y naturaleza y silencio, que los muertos y sus memoriales son buenos vecinos. En el caso de Bonifacio, mucho mejor que los vivos aunque menos ausentes.

Mis guías y yo nos tomamos un refresco porque hace calor. Tras subir y bajar muchas cuestas tenemos sed. Me enseñan la cancha donde son campeones de baloncesto, la iglesia católica, con sus ladrillos improvisados y su techo de uralita. Tienen sueños y me los cuentan.

Me cuentan que sueñan con llegar un día tan alto como los que viven en los edificios de lujo que los rodean. Me cuentan que si fueran millonarios darían trabajo decente a todo el mundo. Me cuentan que quieren ir a Siria. Me asusto: ¿A luchar? me miran perplejos. No. A ayudar. Porque la gente allí necesita ayuda.

El nudo que no me dio entrar en el barrio me ahoga ahora. «Filipinas también necesita ayuda» replico. Me miran como sin comprender. No lo sabían, me dicen. Se paran a pensar. Caminamos más trecho, entre madera podrida y gatos escuálidos.

Cuando me despido me sonríen y me desean buena suerte.

«Haremos algo por Filipinas» me dicen antes de desaparecer en los túneles de su mundo.

Desde entonces no puedo dejar de pensar. Y tengo muchos amigos nuevos en Facebook.

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