A las siete de la mañana las calles de Segovia están llenas de gente. En general, están llenas de hombres. Allí se ven muchas caras jóvenes aunque en general curtidas pero no todas. Hay hombres que llevan muchos años excavando túneles y sacándoles la esencia.
Me pasa por la cabeza si les pesa más la oscuridad y la tensión, el acarreo de cincuenta kilos de tierra cada vez o la euforia de la pepa de oro que trae noches de fiesta y una abundancia que aunque ficticia pareciera que nunca tendrá fin.
Colombia atrapó el virus del dinero fácil con la llegada del narcotráfico pero no quisiera pensar que un virus le ataca a una sociedad sana. Lo mismo que la gripe no ataca a un organismo con los anticuerpos en su sitio. Eso no lo da la aspirina ni las vacunas. Lo da el buen comer y el buen dormir. Lo da la felicidad y la libertad de movimiento. Lo da la seguridad de que uno crece y no se estanca, sobre todo, que no lo estancan.
Por eso, mientras veo filas de hombres con chaleco y casco que desaparecen por huecos que se que llegan muy profundo y otros bien vestidos que van de recogida tras una noche larga y regada de todo lo que el oro puede pagar, pienso que para llegar al virus del dinero fácil tiene que haber el ser enfermo de la carencia.
Si todos los humanos empezaran la carrera de la vida en el mismo punto como decía el autor y sociólogo Joe Littler, la cultura del dinero fácil tendría los días contados.
Los humanos somos en general sumamente objetivos. Tenemos un punto al que miramos y ahí queremos llegar. Supongo que es parte de la ley natural de la supervivencia solo que como pensamos, por el camino perdemos el norte, y camino de él creemos en los espejismos y malinterpretamos los sueños.
Miraba el otro día los rascacielos de Bonifacio, en la flor y nata del sector financiero de manila. Los miraba mientras me tomaba un refresco con mis guías, estudiantes de gastronomía a la sombra de un toldillo en un puestito improvisado de un barrio de chabolas. Allí estábamos los cuatro, con otros más que se arrimaban que por allí no pasan extranjeros y menos que se paren a hablar con ellos, y les preguntaba: ¿Qué harás si llegas allá un día? Y miraban con sueños en los ojos.
Uno de ellos dijo que un día sería el chef más famoso de Filipinas y Malasia y que su cocina daría de comer a todos los del barrio.
Uno dijo que sabía que un día llegaría allí arriba. Me miraba de soslayo y dijo: ¿Sabes? Ahí arriba no me olvidaré de los míos.
Otro no miró al edificio. Dijo: Cuando acabe mis estudios me iré a Siria. Fui yo quien lo miró. ¿A luchar? No, contestó. A ayudar. La gente allá necesita ayuda.
Me llevó un rato recomponerme, veía pasar los obreros que sé que ganan menos de 5 dólares al día y los cuarto ataúd donde viven. De uno de ellos se asomaban dos que estaban descansando entre turnos. Pero no cabían enteros por el hueco de su ventana.
¿No crees que los filipinos también necesitan ayuda?
Mi acompañante parecía sorprendido. Siria le parecía el cominezo. Pero creo que por primera vez miró a su alrededor. Si, supongo que Filipinas también necesita ayuda… Habrá que llegar allí arriba.
Mientras esperaba a un minero que me había prometido llevarme a cierta mina, veía el círculo vicioso de la minería.
Colombia, a pesar de lo que los colombianos piensan, no es un país subdesarrollado. Pero Filipinas, a pesar de lo que muchos filipinos piensan, sí lo es.