Hace ya un año que bajo todos los días a la plaza de las naciones, en el flamante barrio de las organizaciones internacionales de Ginebra.
Hace ahora 20 años pasaba por primera vez delante de la «silla rota», el bus giraba a la izquierda y subía por unos jardines majestuosos hacia la organización donde empezó mi recorrido humanitario. desde entonces, antes y después de cada misión he vuelto a pasar por esa misma silla rota y la he saludado, con ánimo cuando estaba a punto de salir y con auténtico rencor cuando nos volvíamos a reencontrar al final de una etapa.
Ahora la visito todos los días y he aprendido a observarla y escucharla. A ella y a todos los que se sientan a su sombra. Son muchos, de todos los confines del mundo y no siempre los más privilegiados. Todos tienen una cosa en común, con excepción de los turistas: tienen las esperanzas puestas en las decisiones de la asamblea de la ONU y en su lugar de origen han sido víctimas de poderes que los han intentado callar, encarcelar, torturar y destruir. Son los desheredados de todo tipo de causas que no tienen otra esperanza que el ser escuchadas por la comunidad internacional en la plaza de las naciones de Ginebra.
Con lluvia, sol o nieve, miran más allá de la verja del edificio de la ONU y sus banderas oficiales y ondean las suyas, mayoritariamente inexistentes en los medios oficiales y representantes de desesperación, dolor y a menudo tortura y muerte.
Con la llegada del virus la plaza fue vallada y los manifestantes se han desvanecido. Pero las causas siguen siendo las mismas, el precio humano latente inalterado y las esperanzas y desesperanzas están intactas.
Mi silla virtual sigue activa y la gente me sigue contactando. Una nueva batalla perdida en el Xiqiang chino, un periodista baluchi asesinado misteriosamente en Suecia donde estaba exiliado, una denuncia de guerra proxi en Tunisia y Argelia…
Las causas son tan variadas como pueblos hay en el planeta. A ellas, esta ventana donde expresar lo que supone no tener otro sitio a donde ir sino a una asamblea que ocurre detrás de un edificio ostentoso con un consejo de seguridad con pulso de hierro.