Rudesindo
Primera parte: «La huída»
(todos los derechos reservados)
Capítulos 1, 16 y 32
I
Todo empezó con aquel gringo sudoroso, que se paseaba con una cámara entre los barracones de los trabajadores, con la camisa pegada al cuerpo. Parecía haberse perdido entre la maleza. Rudesindo recordaba que lo miró, los ojos de un color que nunca había visto, como los de los ciegos. Le chocó entonces que un gringo tuviera aspecto de desgraciado, no era lo que él había oído decir de los gringos. Nunca nadie le había hablado de gringos con camisetas llenas de sudor y barbas de pordiosero. Pero era un gringo, en su región nunca había visto a alguien así. Aunque fuera un desgraciado, como bien pudo verse después.
A Rudesindo le llegó la voz del patrón del otro lado de las tecas. Por precaución, se subió de un salto a una rama de mangle y se hizo invisible. Le molestaba esa mirada de súplica del gringo. La selva le había enseñado a ser poco compasivo con los hombres. La voz del patrón se acercaba y el gringo parecía que emitiera sollozos cuando se dio la vuelta súbitamente. Sólo le sirvió para ver la muerte de cara.
Rudesindo pensó en los caimanes del manglar. No se movió, no respiró, él también quería parecer un tronco inmóvil. El patrón tenía un estilo peculiar en la forma de mostrar su poder. Sus oídos le dieron la alerta. “Los oído de negro oyen la malicia del manglar, papi” le había dicho su madre una vez. Y él estaba seguro de haberla oído ahí mismo, a su espalda. “¡hijoeputa!¡la berrugosa!” El ruido de la serpiente que anidaba en el agua justo debajo de sus pies y su salto repentino hacia el claro de la selva fueron casi simultáneos. Sabía que de esas era mejor alejarse como el rayo, que la serpiente caimán era de pocas concesiones. Se paró casi rozando al muerto. Uno de sus pies tocó el charco de sangre. Le pareció más caliente de lo que debiera. La luz empezaba a desaparecer, Rudesindo sólo se fijó en la cicatriz del patrón. Se tensaba. En la penumbra estaba seguro de que se había tensado. Rudesindo conocía eso. Lo recordaba del día en que recibió veinte latigazos, dos por cada aguacate robado. “Yo lo entierro patroncito”.
Hubo un momento de tregua en el semblante del patrón, pareciera que le menguaba la cicatriz a medida que crecía la zanja. La tierra ya no parecía roja, tan solo una silueta bajo las primeras estrellas. El clamor de la selva nocturna todavía no había despertado. Rudesindo trepó fuera de la zanja bañado en sudor y se dirigió al muerto. Ese silencio le pesaba. “¡Bengué! Lleválo a su casa, ande los gringos” rezó para sus adentros. El cuerpo cayó pesadamente con un ruido seco. Después se oyó el “clic”.
Rudesindo no estaba seguro, la selva se había despertado y miles de ruidos envolvían el claro. Pero sintió que aquella zanja lo estaba esperando. El ruido de la primera bala y su salto al abismo del manglar en la oscuridad fueron compadres del mismo segundo. Sintió la bala hundirse hacia su derecha. “El patrón es zurdo. Hijoeputa, eso me salvó”. Alzó los pies descalzos en las primeras ramas y se desvaneció entre la espesura viscosa del manglar. “Que sea lo que dios quiera”.
Rudesindo Rompió ramas al azar que le molestaban en su avance y guardó un palo. Todos los habitantes del manglar tenían una carta de visita diferente. A cada uno había que darle o negarle lo que necesitaba para que lo dejaran pasar. Rudesindo sólo tenía sus manos y el machete que nunca se separaba de un hombre de la plantación. Pero no se lo desprendió del cinto, las manos le hacían falta para avanzar, entorpecidas en parte por el palo. Intentaba seguir, a ciegas, a veces colgándose de las ramas, como en un túnel al que le podía fallar el suelo a cada paso. Intentaba no adentrarse demasiado en el agua. Las arenas movedizas eran más mortíferas que todos los animales que las habitaban. Oyó disparos detrás de él pero el manglar era denso y paradójicamente le protegía. “De acá en línea recta, Rudesito. Como cuando te escapabas con Yurláin. No más que si ahora también fuera de día…”. Olía su propio sudor dulzón, la falta de aire entre las ramas apelmazadas le calentaba la piel, el sudor le caía en gruesas gotas. Rudesindo agitaba las ramas que tenía delante con el palo antes de avanzar. Iba muy despacio en la oscuridad densísima de la ciénaga, confiando en sus oídos a falta de ojos, pero su mente corría a un ritmo de vértigo. De nuevo le venía su madre: “La culebra, papi, vive ande nosotros, hay que entenderla, hay que escucharla m’hijo. Ella sí no te va a escuchar, aay no… La culebra es sorda m’hijo, hay que espantarla con un palo, siempre un palo en el manglar, papi”. Y Rudesindo trató de avanzar colgado como un mono. Con cada golpe oía a los habitantes escabullirse. Oía los pasos apresurados del basilisco rozando el agua, los cangrejos azules cayendo torpemente en ella con un sordo “flop flop”, los “lobos” -unos lagartos de unos dos metros- rompiendo ramas al huir. El aire se había parado en el manglar. Rudesindo sentía el olor a podredumbre y la humedad lamiéndole la piel con su lengua viscosa. El calor era poderoso, inmóvil. La vegetación tan densa por encima de su cabeza que no dejaba circular ni una brizna de viento. Los mosquitos lacerantes. Algo muy pesado cayó con un “crac” a menos de un metro a su izquierda. Algo de tanto peso sólo podía ser o el caimán o la anaconda. Miró sin ver y le temblaba la mandíbula. Tenía la respiración entrecortada por el miedo. Intentaba acostumbrar la vista a la oscuridad, pero sus ojos no respondieron. Le caían gotas de sudor que le entraban en la boca y le daban sed, eran saladas pero también ácidas, por el pánico.
Se apartó hacia la derecha con cuidado de no tocar el agua y observó. Se sentía vigilado pero no vio ojos rojos y se dijo que no había caimanes. “Rudesito, usa tu nariz de negro, el Bengué te la dio por algo” se decía. Olió el aire, pestilente y compacto. Olía a agua estancada, olía a piraña y a raíz podrida pero por encima de todo, olía a serpiente. Dio más palos en las ramas y avanzó en diagonal hacia la derecha, a sabiendas de que se desviaba de lo que él creía la salida del manglar. Muy poco después su cara se chocó contra algo que lo hizo rebotar ligeramente. Demasiado ligeramente, pensó, y tenía hilos pegados a la cara. “La tarántula, hijoemadre, pos le cayó el machete no más. Ya rece Rudesito que el Bengué no se la sentó en la cabeza…” Rudesindo se sacudió pero no se preocupó por ella. Un silbido le heló la sangre. “Esa culebra hijaemadre no me va a dejar”. Su mamita le había dicho siempre que el Bengué se transformaba en tarántula para dar noticias, “El Bengué papi, se vino de África con los negros, chiquito, chiquito del tamaño de una araña. Y aay sí, ahí es que nos protege a los negros, papi, no hay más quien lo haga”. Y el Bengué lo había ayudado cuando le hizo sacar el machete unos metros antes. Lo levantó y lo dejó caer con toda la fuerza en la oscuridad. Al tercer golpe sintió una ligera resistencia y la emprendió a machetazos frenéticos. Algo le salpicaba la cara y dejó de oír los silbidos. Algo frío y pegajoso cayó rozándolo. Supo que la serpiente estaba muerta, pero su peso le hizo caer al agua que le llegaba hasta la cadera pero no se le hundieron los pies. “Pos señor caimán, ahí le dejo a la culebra de almuerzo, vaya pues y le aproveche y me deja no más seguir”. Se dio cuenta de que decía las palabras a voces, le temblaba la mano del machete, las piernas, la respiración. Sintió un chapoteo rápido en el agua. Los caribes. Atraídas por la sangre del reptil muerto acudían a miles. Rudesindo sintió las primeras envestidas pero trepó a las ramas y no las molestó. Avanzó lo más que pudo sin mirar atrás, esperando que el manglar se diera un buen festín y le despejara el campo. “Cuando la selva se da un festín, papi, hágale pues por el agua, que le dejan el camino libre”. Saltó de nuevo al agua y avanzó con relativa rapidez durante un buen rato dando golpes con el palo, hasta que sintió mordiscos en las piernas y de un salto se volvió a subir a una rama. Se palpó. Las sanguijuelas se le habían pegado. Algunas sangraban y eso había atraído a los caribes. Rudesindo sabía que los caribes no se interesaban por la carne humana en el manglar, a no ser que ésta sangrara. Se quitó el sudor de la cara y se lo untó en la piel. La sal haría que se cayeran. Si las arrancaba le quedaría un orificio abierto en la piel que sangraría sin parar. Oyó el “plup” de algunas que caían, otras engordaban por segundos. Algunas dolían, “Las rayadas, Rudesito, esas infectan y duelen las muy perras”. Esperó pacientemente a que se saciaran y se cayeran por su propio peso. Algunas las sentía al tocarlas del tamaño de la palma de su mano. Después se le ocurrió untarse de lodo. El lodo lo protegería de las sanguijuelas y de los mosquitos. Picaba, pero de otra manera más soportable. Le pareció por un segundo ver una luz repentina. Rudesindo sentía que hasta el tiempo se detenía, que la respiración casi no le alcanzaba en la ponzoña inmóvil. Oyó un trueno. La tormenta. El agua se oía por encima de las ramas que sólo dejaban pasar unas cuantas gotas pero debía de llover mucho porque el nivel del agua empezó a crecer rápidamente hasta convertirse en un torrente. Rudesindo decidió jugarse el todo por el todo. Los caimanes huían de la corriente. Nadó como pudo arrastrado por la quebrada repentina, sorteando las raíces que se le enredaban en las piernas. De repente sintió algo redondo en la mano. Era algo blando y suave al tocarlo. Huevos. Eran huevos, estaba seguro. Sólo las boas ponían huevos en el agua. Sintió un mordisco en el pantalón, oyó como se rasgaba la tela, pero siguió nadando con brazadas desenfrenadas. Al rato tocó algo sólido, algo que no era viscoso ni blando ni frío y maravillosamente inerte y flotante. Un tronco. Se encaramó y remó con las manos por la corriente. Los mosquitos lo estaban acribillando, pero no tenía tiempo para rascarse. Le dolía un pie, seguramente le había sangrado más de la cuenta por una sanguijuela arrancada accidentalmente. Movió los dedos para no perder la sensibilidad. No sabía cuanto tiempo había pasado a lomos de su tronco pero la lluvia se hizo más copiosa y los mosquitos menos invasivos. Le pareció que la oscuridad total se desvanecía ligeramente. Sintió una bocanada de aire fresco y limpio. Chocaba con más troncos a cada brazada. Era la madera del estuario. Toda la leña inservible de años estancada como una muralla a su entrada. Estaba en el golfo. Sintió la fuerza de la plantación a las espaldas. No volvió la cara. No sabía si un día podría volver. “Bengué, bien me sacaste del infierno, aay sí, ya yo estoy en deuda contigo Gran Papá”. Y Rudesindo creía en su destino. La corriente lo llevaría a la playa encaramado en un tronco. Había enterrado a un muerto. Se había escapado del patrón y del manglar. Le dolían varias heridas y magulladuras, tenía hambre y la boca seca. Los mosquitos lo estaban acribillando. Miró hacia adelante. Vio el manglar, su manglar, delante de él. Muy lejano en el tiempo. “Yurláin, mirá pues que me toca perderme. Cuidá no más al muchacho mientras puedo volver”.
Sintió el peso de ser proscrito. Pero, “¡Bengué! Estaba vivo.
XVI
A la espera del día en que podría bajar al sitio que le había dicho el portero, Rudesindo siguió esperando al Afranio. No quería hacerlo, pero tampoco podía remediarlo. Esa tarde había un silencio de bochorno, la colina parecía inmóvil. Y a Rudesindo le pareció un segundo el paréntesis en el que las moscas desaparecieron, la luz desapareció, el silencio desapareció y todas las tablas de la chabola empezaron a crujir. Las nubes no tardaron en desatarse, el primer rayo cayó sobre la cima de la montaña, sesgando la tierra, rompiendo en un trueno que hizo temblar las paredes y un derrumbe de agua que cegó a Rudesindo y todos los que corrieron a refugiarse como pudieron tropezándose en la oscuridad repentina. “Qué jartera de aguaceros. Pero es que este va a ser más bravo que ninguno”, pensó mientras se guarecía.
Rudesindo puso su única olla bajo la gotera que caía en el suelo desnivelado y corría en un delgado pero continuo arroyo camino de la pared opuesta. El sonido de las gotas en el metal apenas eran audibles por el estruendo infernal del ciclón en el otro lado de las tablas. El cubo de bañarse estaba debajo del chorro violento que caía por la primera apertura importante que se hizo en la uralita al volar las piedras que la sujetaban. Rudesindo vaciaba ambos con rapidez por la ventana en la que el plástico que hacía de cortina hacía tiempo que había volado. Mientras vaciaba la olla por la ventana, le pareció ver al Afranio entrar en la chabola de al lado. Debía ser él, un bulto más alto que ancho, que se tropezó en el escalón y cayó al lodo antes de poder recuperarse y guarecerse. Rudesindo pensó que hacía muchísimos días que no lo había visto. Habían dicho por la radio de la tienda de la vereda de más abajo lo del tiroteo en la iglesia de la Inmaculada. Las vecinas también lo comentaban en la esquina mientras tendían ropa y echaban de menos al Afranio. Desde entonces había controles de los sicarios del cucho Morales en la vereda y la gente se había movido muy poco esperando a que pasara la borrasca. Pero Afranio llegó en medio de la oscuridad, invisible para todos, invisible el rastro de sangre que la tempestad había lavado en segundos.
“Rudesindo, papi, los la mayoría de los hombres no se saben levantar de la miseria. A usté si le va a tocar sieeempre sacar a alguien del lodo. Ay Rudesito, es que usted y yo tenemos el Bengué, hijito, el Bengué nos levanta, paraíiitos nos pone para que sigamos aguantando miseria. Pero Rudesito, la mayoría de los hombres, no más tienen la voz para gritar y el suelo pa dormir, papi, pero en el lodo, aaay no, Rudesito, los hombres del lodo no se saben parar…”
El siguiente rayo cayó tan cerca que iluminó toda la calle. Rudesindo vio al Afranio hecho un bulto bajo la lluvia. Estaba seguro de que era él.
La chabola del Afranio había aguantado mal las envestidas del agua y el viento y parecía un triste acordeón esperando plegarse. Rudesindo arrastró al hombre hasta su propia cabaña y lo subió a la hamaca. Ató un plástico de un extremo al otro para que no le cayera la lluvia encima y volvió a colocar la olla debajo de la gotera que se había convertido en dos dedos de agua. Después vació el cubo y lo volvió a poner bajo el agujero. Se acuclilló entonces cerca de la hamaca que se agitaba y observó. Jairo Mendoza tenía un corte profundo en una mejilla y se había hecho un atadillo en el brazo, o eso le pareció vislumbrar a Rudesindo a resplandor de los rayos. Temblaba violentamente y en los segundos de resplandor le brillaban gotas que le caían por la frente. Rudesindo pensó al principio que era la lluvia, pero después se dio cuenta de que era sudor. Afranio abrió los ojos y miró al hombre que lo observaba. Un rayo más le dejó ver de quien se trataba y se tranquilizó.
-Negro, eres vos…
-Afranio, con qué es que lo vamos a coser…
-Nooo, hermano, de las balas no me muero, pierda cuidao… es el dengue hijoeputa que me atacó estos días cuando me escondía de las liebres… Ese si está que me acaba…
Afranio tiritaba sin parar, guarecido bajo el plástico de Rudesindo que no le cubría los pies. Rudesindo se los metió dentro de la única bolsa de plástico que tenía y las gotas chasqueaban al resbalar en ella.
Harold Ludeke miraba el ciclón desde la ventana de su apartamento. En el lado este no se veía nada, un avión acababa de aterrizar en el cercano aeropuerto y Harold se sintió aliviado por los que iban dentro. Hacía dos noches que oía tiroteos en las comunas y se preocupaba por la situación, que se había degradado visiblemente desde la extradición de Don Zambrano.
El vendaval movía las ventanas y parecía curvarlas, Harold encendió la luz del pasillo y dejó el salón a oscuras para apreciar mejor la violencia de la tormenta. “Espero que los cristales aguanten”, pensó. La majestuosidad de los aguaceros tropicales siempre le había fascinado. Se metió las manos en los bolsillos con un ligero temblor, no se sentía bien.
-Negro, regáleme agua.
-Afranio, el agua que tengo es de la lluvia, lo mismo y lo pone peor…
-No negro, esa misma me vale. Tengo la garganta seca y me sabe a sangre. El sabor a sangre siempre me repugnó.
“Rudesindo, los zancudos sangran a los hombres y al ganado sin piedá. Usté papi, siempre queme rastrojo en la tardecita, que los zancudos le temen a los espíritus de lo blanco, m`hijito. Pero rábiele a la sangre papi, que esa los atrae como lo que son, comedores de personas, llevadores de almas. Al zancudo Rudesito, sólo se lo quita limpiándose el alma o siendo más desalmado que ellos. Humo para los zancudos papi. Humo y hoja de papaya”.
Harold se alejó de la ventana en la que la tempestad embestía con toda su furia. Temblaba y sudaba, “hace frío”, se dijo. Pero sintió que la cabeza se le partía en dos con un dolor profundo que le dejaba en la oscuridad. Intentó ir al botiquín a buscar una pastilla que le quitara aquella pesadilla pero se daba golpes contra las paredes al intentar avanzar. Se sentó en el pasillo y consiguió rescatar el móvil del bolsillo. A tientas pulsó el botón que supuso era el recibidor. Tuvo suerte.
-Gabriela… Necesito una ambulancia…
Harold sólo sentía ruidos en la lejanía, todo fue muy rápido. El zumbido insoportable de la sirena, que le pareció una eternidad pero no duró más de diez minutos. El jefe del hospital en la puerta con la monja jefe de enfermeras lo recibieron personalmente, en el mismo pasillo le sacaron una muestra de sangre para que el proceso fuera más rápido.
-Las plaquetas a ochenta y cinco mil Doctor. Gracias a mi dios pudo llamar a la secretaria.
-Le hacen una transfusión en cuanto baje a setenta mil.
El Doctor Arango comprobó que la suite estaba en penumbra, la temperatura a veintiún grados y medio y que había silencio. No permitió visitas hasta por la tarde. Después, bajó al segundo piso en donde estaban los otros pacientes de dengue en el salón general.
Las muchachas volvieron al día siguiente a su barrio, temblando y agarradas la una a la otra.
-¿A usted también le dieron el alta?
-Aaaay si… Yo no se… Me siento como muy enfermita… Pero el doctor dijo como que para esto no había droga, que es que la naturaleza…
-Aaaay si… Lo mismo me dijo a mi… Yo me siento muy malita…
Ambas se reconocían después por el barrio y se saludaban ¡Hasta luego dengue!
En aquella tempestad Rudesindo no sabía donde encontrar papayas, mucho menos los árboles de la selva, pero le llegó un olor a óxido, ácido y pungente que le daba náusea. Un nuevo rayo iluminó la cabaña y la hizo estremecer. Rudesindo vio el rojo extendiéndose en el agua que corría por el suelo y que le cubría ya los pies.
-Afranio, ¿Me oye?
Los dientes del Afranio se distinguían en la oscuridad, un gemido débil le salía de las entrañas, Rudesindo sentía que no todas las gotas que caían eran de agua. Se oía el plic plic plic, pero era rojo, no trasparente.
-Negro, me voy pal infierno.
-Queee, hermano, no charlés…
-Mirá, te me vas a la Paulita y le decís donde guardé la platica del patrón… Que se me vaya pero ya de la ciudad con los muchachos.
Plic plic plic, Rudesindo oía al Afranio desangrándose, el alma escapándosele por las rendijas de la chabola y yéndose a fundir con el barro que bajaba la colina.
-Afranio, y cómo la va a pasar, si la tienen controlada…
-Rudesindo…
Era la primera vez que uno de ellos lo llamaba por su nombre.
-Usté no es un negro hijoeputa como a los que estamos acostumbraos por acá. En que me lleve el diablo me lleva a mi casita que no lo apunten y se me lleva a Paulita…
-…
-En sus manos la dejo, las mías ya no dan más.
-Deje la bobada que usté se va con ella a respirar aire limpio
Un rayo le escupió en la cara la mueca de Jhon Jairo, el Afranio, ya lejos, en la selva, nadando en el paraíso de los que no pudieron alcanzar la libertad y se quedaron en el caudal para la eternidad.
XXXII
-¡La volante! ¡Piratas, que viene la volante!
Rudesindo se despertó sobresaltado, al levantarse pisó a uno de los desgraciados que dormía en el suelo y que también empezaba a incorporarse. El pasillo estaba en ebullición, todos se habían levantado y el caos era total.
-Marica, encalete eso, pues. ¡Ligero!
-Rudesindo se acordó de que él tenía el cuchillo en el forro del colchón y los del suelo tenían aquello regado de marihuana. ¡Eh muchachos! Todo fuera de la pieza ¡Pero ya!
Se oían los golpes de muchas botas subiendo por el pasillo. Rítmicos y secos, y más bien rápidos. Rudesindo se asomó a la reja de su celda y sacó el brazo entero con el cuchillo en la mano.
¡Muelón, apártese de la ventana!
El de la hamaca de enfrente lo miró con el cuchillo en la mano y se tiró al suelo, cayendo encima de unos incautos.
A la primera el cuchillo salió volando por la reja exterior.
-Vea hermano, les regaló el cuchillo a los del cucho del prado…
-Mejor eso que alargar el canazo…
Muchos habían observado la operación he intentaron hacer lo mismo, pero sin el mismo resultado. Era más complicado de lo que creían. Rudesindo salió de la pieza.
-Negro, háganos el favor hermano…
Había varios cuchillos y un cargador.
-No caben en las caletas nuevas. Las viejas ya se las conocen. Mejor luego los comerciamos con los señores de abajo.
-Rudesindo lanzó los cuchillos uno a uno mientras oía las botas ya muy cerca. Después, se perdió entre la marea. La reja del otro lado ya se había empezado a abrir.
-¿Vio? Ese negro le acierta a un rabo de manzana en medio de un trigal…
-Mejor dicho…
Los guardias no eran los de la cárcel, tenían máscaras y uniformes negros, unas armas que daban respeto, y todos alineados. Con aquellos hombres no se argumentaba.
-Dizque han sacado a los de la guerrilla
-¿Cómo así?
Rudesindo empezó a ponerse nervioso. En el fondo, un poco de orden en aquella anarquía no le parecía mal, pero si sacaban a sus mecenas, él se convertía en un paria más. Veía el futuro tambalearse delante de él.
-Vea, que por lo de la capital, lo que pasó antier.
-Y ¿Para dónde?
Rudesindo necesitaba la información. Tenía que pensar rápido para mantener su territorio.
-Dizque repartidos.
Se abrió la cancela y las voces empezaron.
-¡Todos fuera! ¡Manos en la cabeza! ¡Todos fuera! ¡Vamos!
El pasillo estaba que no se cabía de gente, pero todos en hilera ordenada, de rodillas y con las manos en la cabeza.
Rudesindo y sus colegas siguieron la misma suerte, empujados hacia el descansillo del piso superior, porque abajo ya no cabía ni un alma. Ni siquiera alineados y organizados. Esperó de rodillas en un escalón. Apestaba a orines. Donde tenía apoyado el empeine de los pies sintió algo húmedo. No quiso pensar más. Volvió disimuladamente la cabeza hacia arriba. En lo alto de las escaleras vio al del pantalón morado tan de rodillas como él.
Se oían muchos golpes en las celdas, hamacas, colchones, mantas, todo por los aires. Allí no se movió nadie. Aquello tenía mala pinta. Los soldados eran los mismos que los que acompañaron al general el día de la visita de los gringos a Rudesindo. Eso nunca se había visto en el penal. A los gendarmes los mantenían tranquilos, bajo control: cada uno rey en su casa. Pero esos enmascarados no eran de la zona. Nadie los conocía y un soborno era el equivalente de un culatazo. Una amenaza, el equivalente de una paliza.
Sacaron sacos llenos de cosas. Cargaban uno cada dos hombres, con otros tres escoltándolos. A Rudesindo le parecían hormigas gigantes. La hilera era interminable. Por si no estaban ya lo suficientemente apretados…
-Marica, para mí que reventaron hasta las caletas nuevas…
-No joda huevón, y los blackberry también se los habrán llevado…
-Y los fierros…
-Y el mercado…
Se oía al comandante decir que los iba a revisar a todos, uno por uno.
-Vea… Pues le hará falta un ejército hermano…
No se encontraron chips de teléfono y apenas algunos pedazos de marihuana. Eso se decía.
-Es que hermano, nosotros tenemos unas tragaderas que mejor dicho…
Decía el Chuky, que estaba pegado a Rudesindo, en un susurro.
-Vea negro, me tuve que tragar veinte sim cards, cuatro bolas de marihuana y dos de perico.
-Está loco hermano…
Cuaaal… Esa es la garantía de la vida mía negro… A mí no me protegen esos guerrillos como a usted… Sin la dosis… Y dónde quiere que vaya a dormir…
Rudesindo miró otra vez hacia arriba.
-Mañana el penal entero va a tener diarrea.
El Chuky ahogó una risa. Un enmascarado le dio con la culata y lo hizo caer al suelo. Del piso de arriba los uniformados empezaron a gritar, pidiendo refuerzos. Rudesindo no se atrevía a moverse, viendo al Chuky gimiendo en el suelo. Le sangraba la oreja. Dos enmascarados bajaban con bultos de plástico.
-Hermano, ¿Qué es eso? Yo es que estoy soñando…
Rudesindo murmuró a su vecino.
-Sí vea, el mercado que recibieron los señores. Mera fortuna…
Se callaron otra vez. Un enmascarado se acercaba.
Dos de los hombres armados redujeron al del pantalón morado que mentaba la madre de todos los santos y demonios. No había llegado a donde Rudesindo cuando le cayó el mismo culatazo que al Chuky. Lo bajaron sin sentido y a patadas.
Los enmascarados parecían tener el penal bajo control. ¿Cuántos serían? ¿Dos mil? ¿Tres mil? Pero al bajar los bultos del piso de arriba subestimaron el poder de los señores. Los más curtidos pensaron que se les notaba que no eran de allí, que no habían vivido la guerra de los barrios. Arriba se oyó un disparo. La fila entera se estremeció. La tensión se parecía en algo al silencio. Todos esperaban la respuesta. Y la respuesta no tardó.
Una ráfaga inmensa tronó arriba. Se empezaron a oír gritos mezclados con órdenes. Abajo tronaban cientos de botas acercándose por momentos siguiendo los berridos de un comandante.
-¡El A!¡El H! ¡Rápido, suban!¡No se paren!¡Sigan la consigna!
Todos se preguntaron cuál sería la consigna mientras encogían la cabeza. Aquello se estaba poniendo muy feo, arriba las ráfagas empezaban a sonar de ambos lados. De momento, no se veían balas cruzar el rellano.
-Hermano, a los cuchos los fríen. Y si los fríen a ellos nos fríen a nosotros.
-Calle hermano, usted, si le preguntan, entró al penal ayer.
El murmullo aumentaba, arriba parecía haber más cuestiones que no estaban bajo control que en las escaleras. Pero entonces, todo explotó. Tres soldados bajaban uno de los bultos.
-Vea, y esos manes si son forzudos. Esos bultos lo menos pesan doscientos kilos hermano.
Y entonces una bala atravesó uno de los paquetes. Se reventó en medio de la escalera y miles de paquetitos rodaron peldaños abajo. Muchos de ellos, que estaban a presión en el plástico, saltaron por la barandilla y cayeron a los pisos de abajo. Y ese fue el fin de la calma.
-Pirata, que eso son paquetes de perico.
-¿Cómo? ¡Traiga acá, marica!
-Los presos, que conocían el contenido de los paquetes y sabían el precio de uno de ellos se sintieron dispuestos a perder la vida por ellos.
Los enmascarados tiraron al aire primero, a la multitud después. Pero la sed de los prisioneros por poseer los paquetes era tal que ya no les importó perder ya fuera el alma o la vida. Los muros de la cárcel no parecían existir para ellos. La maraña que Rudesindo había visto en su primer día de cárcel parecía un juego de niños al lado de la estampida que se organizó. Arriba seguía la refriega, algunos uniformados estaban heridos, había muchísimos en las escaleras y muchos hombres atravesados por balas. Pero la maraña humana tomó control, o quizá descontrol de las paredes que parecía que iban a reventar. Algunos de los paquetes se habían estallado y el polvo blanco caía sobre los hombres que daban gritos de éxtasis, sorbiendo al aire.
-¡Llueve perico!¡Piratas!¡Respiren que llueve perico!
Rudesindo, prudentemente, agarró lo que quedaba del bulto y lo tiró a la maraña para alejar el cebo de él mismo. Estaba acorralado entre sus correligionarios que habían perdido la poca razón que nunca habían tenido y la batalla campal de arriba. La mole de gente se le acercaba peligrosamente. Si se agachaba, se arriesgaba a que lo aplastaran. Si se subía a la barandilla como la primera vez, los encapuchados lo matarían de un balazo. Y entonces se oyó ese ruido que a Rudesindo le pareció aun más surrealista.
Miró hacia arriba, estaba seguro, un motor, un estruendo que se acercaba demasiado rápido, que hacía temblar las delgadas paredes. Rudesindo se tiró al suelo.
-¡Un helicóptero, piratas, que nos friegan a todos!
Inútil intentar que nadie lo escuchara. Los uniformados estaban tan atónitos como él, no sabiendo si era de ellos o más bien un objetivo militar. El aparato estaba literalmente encima del tejado, las ráfagas de viento de las hélices se colaban por el hueco de la escalera y hacían que la cocaína se esparciera aun más. Daba la impresión de que nevaba. La mole de gente parecía un duelo de estatuas vivientes bajo la capa de polvo blanco. Las balas del lado de los señores habían parado. Los uniformados entraron en el pasillo, Rudesindo detrás, agazapado como un gato.
-¡Comandante! ¡Comandante! Que se han ido por el tejado!
-¡No joda, hombre!
-¡Su merced mire!¡El helicóptero era para los bandidos esos!
-¡Pero como iban ellos a saber!
-¡Los radios, mire!¡Esos radios son de los nuestros!
-Bandidos, nos tenían bajo escucha…
Rudesindo oía la desesperación en la voz del comandante que no podía ver, sobre todo, que no lo veía a él, atónito por lo que se le venía encima.
Rudesindo oyó como el ruido del helicóptero se alejaba. Los soldados intentaban darle a través del agujero que habían dejado los señores en lo alto de la pared.
“Rudesindo, piense rápido que lo fríen”. El vendaval había arrancado las cortinas que cubrían la entrada de la celda de los señores. Tenía que darse prisa, antes de que los soldados se dieran la vuelta. Abajo seguía la orgía de la lluvia de polvo blanco. El ruido era ensordecedor. Rudesindo arrancó las cortinas de la celda de los señores y las colgó de la reja que daba sobre el hueco de la escalera. Anudó como pudo y les unió su propia camiseta.
“Déle negro”, se dijo, y aunque su soga no era excesivamente larga se agarró a ella y cuando no daba para más, se tiró por el hueco de la escalera. Le llovía encima el polvo blanco. Le cegó los ojos y la cabeza le daba unas vueltas espantosas. Cayó al vacío en una espiral de luz que lo cegaba. El corazón parecía no querer frenar. Creía caer por un pozo profundísimo y escarlata.
Cuando se despertó, todo estaba negro. Y lo que le pareció extraño, en silencio.